La última escaramuza dictaría el destino. Ambos misiles apuntan a sectores claves de minería en los super cúmulos nacionalistas del enemigo. Los Andromedianos, un principado orgulloso, legionarios entrenados en combate orbital. Los Sagitarios, una organización imperial, hacen uso de maquinaria de cerco solar. La cuenta regresiva es celebrada en las capitales, ciudadanos gritan con odio a su enemigo.
La capacidad de asombro de la especie murió cuando obtuvimos respuestas. Un
poderoso telescopio registró la luz naciente. Nos permitió desarrollar el viaje
interestelar, el revés de la entropía y resolver paradojas de tiempo e información. Los
secretos se nos estaban acabando junto a la curiosidad. La luz también permitió
digitalizar un universo, millones de personas se trasladaron ahí en completa comodidad,
un conglomerado de consciencias dónde todo era uno: la singularidad.
Quienes se quedaron en el plano orgánico, desaprendieron las enseñanzas de la luz para
hallar propósito. Se quedaron con la tecnología interestelar para garantizar la
supervivencia de la especie y durante generaciones, olvidaron el resto. Los imperios se
fueron expandiendo, terraformando mundos hasta diversificar culturas y lenguas. La
especie desmanteló lo que alguna vez fue uno de sus mayores retos: unirse. La
separación fue el triunfo que la vida no respiraba hace milenios. Los nombres de las
piezas de los cohetes comenzaron a variar, así cómo la tecnología para fabricarlos. Las
organizaciones humanas unidas se quebraron en imperios, reinos, naciones y
principados. Los números se volvieron letras, las verdades variables. Los misterios
nacieron, con ellos las supersticiones y mitos y al poco tiempo religiones, con ellas: la
guerra, el estado óptimo de la especie.
Al llegar a cero, los cohetes dieron inicio al proceso de despliegue. Las centurias de
naves se desplegaban entre un archipiélago de asteroides para proteger los misiles. Yo
me hallaba en medio del cuarto de máquinas de una de las naves.